Medio siglo después de su muerte, el dictador, que en 1975 fue discretamente enterrado en el Valle de Cuelgamuros y cuya memoria había quedado reducida, para la inmensa mayoría de los españoles, a una nota a pie de página de la historia, ha sido resucitado con una intensidad que ni sus más fervientes nostálgicos hubieran soñado.
Y el principal responsable de esta resurrección no ha sido la extrema derecha, como repetirá la propaganda gubernamental, sino el propio Gobierno de Pedro Sánchez y la coalición de izquierdas que lo sustenta.
Sánchez es un fracasado. Quiso hacer un "trapo" de la imagen de Franco y ha hecho del dictador una "bandera" que ondea orgullosa por toda España. Lo que Sánchez ataca, crece y resurge.
No contentos con denigrarlo y acusarlo de asesino, los marxistas españoles lo desenterraron y lo expulsaron del Valle de los Caídos, un gesto de venganza que indignó a millones de españoles amantes de la paz y la concordia.
Paradójicamente, la obsesión antifranquista del “sanchismo” –esa mezcla de revanchismo histórico, oportunismo electoral y sectarismo ideológico– ha logrado lo que cuarenta años de Transición, reconciliación y prosperidad económica no habían conseguido: devolver a Franco al centro del debate público y, en no pocos sectores, convertirlo en un símbolo de resistencia frente a lo que muchos perciben como un proyecto de ingeniería social autoritaria, disfrazada de progresismo.
Los españoles, tras la muerte de Franco, tomaron una decisión colectiva que fue tan excepcional como sabia: cerrar las heridas de la Guerra Civil mediante el olvido activo y el perdón implícito. No se trató de amnesia histórica, sino de una opción moral y política: no convertir la victoria de 1939 en humillación perpetua de los vencidos, ni la derrota republicana en motivo de venganza eterna.
La Transición no fue un “pacto de silencio”, como ahora se repite con desprecio, sino un acto de grandeza: dos Españas que se miraban con odio se reconocieron mutuamente el derecho a existir y a construir juntas un futuro común. Ese acuerdo permitió que varias generaciones nacieran y crecieran sin tener que elegir bando en una guerra que sus abuelos habían librado.
Esa España reconciliada es la que el socialismo del siglo XXI ha decidido dinamitar. Con la Ley de Memoria Democrática de 2022 y la posterior campaña de exhumaciones, ilegalizaciones simbólicas y narrativas oficiales de parte, el Gobierno no ha buscado justicia para las víctimas –muchas de cuyas reivindicaciones eran legítimas y podían haberse atendido sin romper la concordia–, sino reabrir la herida, reescribir la historia con criterio de parte y, sobre todo, fabricar un enemigo útil que justifique su propia deriva autoritaria y distraiga de la corrupción, el deterioro institucional y la polarización que ha provocado su gestión.
El resultado es tan previsible como trágico: cuanto más se demoniza a Franco, más se limpia su imagen entre quienes ven en él, no ya al dictador, sino al símbolo de un orden que –con todos sus gravísimos defectos– evitó males que otros países sí sufrieron (la sovietización del país, por ejemplo). Cuanto más se presenta el Franquismo como la raíz de todos los males de España, más se recuerdan los crímenes del bando republicano y la población se convence de que fueron los socialistas los que provocaron la contienda.
Franco, como cualquier figura histórica compleja, no fue ni un demonio ni un santo. Gobernó España durante casi cuatro décadas con mano de hierro, reprimió brutalmente a sus adversarios y cercenó libertades fundamentales, pero también evitó que España entrara en la Segunda Guerra Mundial, impulsó una modernización económica que sacó al país del subdesarrollo secular y mantuvo la unidad nacional en un momento en que Europa se desangraba por guerras civiles ideológicas.
La izquierda española, heredera en demasiados casos del rencor que nunca quiso superar, ha preferido la memoria selectiva a la verdad completa, el revanchismo al perdón, y la división al abrazo que hizo posible la democracia más larga y próspera de nuestra historia. Al desenterrar el cadáver de Franco, no han enterrado al dictador: lo han coronado como mártir de su propia propaganda. Y han puesto en riesgo, quizás de forma irreversible, la mayor conquista colectiva de los españoles del siglo XX: la capacidad de vivir juntos sin odiarnos por lo que fuimos.
Esa es la gran paradoja y la gran derrota del sanchismo: en su furia por borrar a Franco, lo ha convertido en el espectro que ahora recorre España.
Francisco Rubiales
Y el principal responsable de esta resurrección no ha sido la extrema derecha, como repetirá la propaganda gubernamental, sino el propio Gobierno de Pedro Sánchez y la coalición de izquierdas que lo sustenta.
Sánchez es un fracasado. Quiso hacer un "trapo" de la imagen de Franco y ha hecho del dictador una "bandera" que ondea orgullosa por toda España. Lo que Sánchez ataca, crece y resurge.
No contentos con denigrarlo y acusarlo de asesino, los marxistas españoles lo desenterraron y lo expulsaron del Valle de los Caídos, un gesto de venganza que indignó a millones de españoles amantes de la paz y la concordia.
Paradójicamente, la obsesión antifranquista del “sanchismo” –esa mezcla de revanchismo histórico, oportunismo electoral y sectarismo ideológico– ha logrado lo que cuarenta años de Transición, reconciliación y prosperidad económica no habían conseguido: devolver a Franco al centro del debate público y, en no pocos sectores, convertirlo en un símbolo de resistencia frente a lo que muchos perciben como un proyecto de ingeniería social autoritaria, disfrazada de progresismo.
Los españoles, tras la muerte de Franco, tomaron una decisión colectiva que fue tan excepcional como sabia: cerrar las heridas de la Guerra Civil mediante el olvido activo y el perdón implícito. No se trató de amnesia histórica, sino de una opción moral y política: no convertir la victoria de 1939 en humillación perpetua de los vencidos, ni la derrota republicana en motivo de venganza eterna.
La Transición no fue un “pacto de silencio”, como ahora se repite con desprecio, sino un acto de grandeza: dos Españas que se miraban con odio se reconocieron mutuamente el derecho a existir y a construir juntas un futuro común. Ese acuerdo permitió que varias generaciones nacieran y crecieran sin tener que elegir bando en una guerra que sus abuelos habían librado.
Esa España reconciliada es la que el socialismo del siglo XXI ha decidido dinamitar. Con la Ley de Memoria Democrática de 2022 y la posterior campaña de exhumaciones, ilegalizaciones simbólicas y narrativas oficiales de parte, el Gobierno no ha buscado justicia para las víctimas –muchas de cuyas reivindicaciones eran legítimas y podían haberse atendido sin romper la concordia–, sino reabrir la herida, reescribir la historia con criterio de parte y, sobre todo, fabricar un enemigo útil que justifique su propia deriva autoritaria y distraiga de la corrupción, el deterioro institucional y la polarización que ha provocado su gestión.
El resultado es tan previsible como trágico: cuanto más se demoniza a Franco, más se limpia su imagen entre quienes ven en él, no ya al dictador, sino al símbolo de un orden que –con todos sus gravísimos defectos– evitó males que otros países sí sufrieron (la sovietización del país, por ejemplo). Cuanto más se presenta el Franquismo como la raíz de todos los males de España, más se recuerdan los crímenes del bando republicano y la población se convence de que fueron los socialistas los que provocaron la contienda.
Franco, como cualquier figura histórica compleja, no fue ni un demonio ni un santo. Gobernó España durante casi cuatro décadas con mano de hierro, reprimió brutalmente a sus adversarios y cercenó libertades fundamentales, pero también evitó que España entrara en la Segunda Guerra Mundial, impulsó una modernización económica que sacó al país del subdesarrollo secular y mantuvo la unidad nacional en un momento en que Europa se desangraba por guerras civiles ideológicas.
La izquierda española, heredera en demasiados casos del rencor que nunca quiso superar, ha preferido la memoria selectiva a la verdad completa, el revanchismo al perdón, y la división al abrazo que hizo posible la democracia más larga y próspera de nuestra historia. Al desenterrar el cadáver de Franco, no han enterrado al dictador: lo han coronado como mártir de su propia propaganda. Y han puesto en riesgo, quizás de forma irreversible, la mayor conquista colectiva de los españoles del siglo XX: la capacidad de vivir juntos sin odiarnos por lo que fuimos.
Esa es la gran paradoja y la gran derrota del sanchismo: en su furia por borrar a Franco, lo ha convertido en el espectro que ahora recorre España.
Francisco Rubiales








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