A juzgar por lo que hoy contemplamos en una España desmoralizada, empobrecida, humillada, sin confianza en el poder y desmoralizada, la mal llamada "democracia" española ha sido un fracaso. Los ciudadanos, frustrados ante su clase gobernante, empiezan a sentir un profundo rechazo hacia la política, mezclado con peligrosas añoranzas del pasado y con la todavía más peligrosa y terrible esperanza de que llegue un iluminado que emplee la fuerza y la escoba para limpiar el país de parásitos, politicastros y ladrones.
Tras el mandato de Zapatero, con una España arruinada y desmoralizada que vuelve a ser un país de emigrantes que huyen para encontrar dinero fuera, el balance de la mal llamada "democracia" española es desolador: nos ha empobrecido y llevado a muchos hasta la mendicidad, mientras que la libertad ha servido, sobre todo, a los políticos, los únicos que son verdaderamente libres e impunes en este sistema, mucho más que lo fueron con Franco.
El abuso de poder, el robo, la corrupción y, sobre todo, la injusticia han acabado con la ilusión de los ciudadanos y con el respeto a la democracia, a pesar de que España nunca ha disfrutado de ese sistema porque lo que se creó durante la Transición no fue una democracia sino una vil dictadura de partidos.
Los abusos del poder han convertido a los ciudadanos en gente desencantada que se siente alejada del Estado. Nos han robado tanto y han sido tan malos gobernantes que los ciudadanos están aprendiendo no ya a rechazar a los políticos sino a odiarlos, lo que constituye la mayor tragedia de España, un país que, para salir de la crisis que la está hundiendo, necesita restablecer con urgencia su confianza en los líderes y su respeto a una autoridad que, por su comportamiento, lo merezca.
La frustración ante la clase política en España es brutal. La gente sigue esperando que surjan actuaciones ejemplares de sus líderes, que renuncien al 30 por ciento de sus sueldos, que se equiparen a los demás en el cobro de pensiones, que reduzcan hasta lo imprescindible las ostentosas flotas y dotaciones de coches oficiales, tarjetas de crédito pagadas por el Estado, teléfonos móviles y otros muchos privilegios que el poder político se ha otorgado a si mismo, causando escándalo y rechazo en una ciudadanía que no les considera dignos ni merecedores de premio alguno.
La gente sigue esperando que cambien las leyes para que los ladrones de la política puedan ser castigados con la cárcel y obligados a devolver el dinero que han robado; que desaparezca el Senado y otras muchas instituciones inútiles, creadas únicamente para que miles de políticos vegeten sin aportar nada al bien común.
Las instituciones están desacreditadas y los políticos están ya habituados a anteponer sus propios intereses al bien común. El envilecimiento de lo público alcanza niveles inimaginables y el pueblo empieza a comprender que los que gobiernan no son sus aliados, ni siquiera sus representantes, sino sus amos.
La reacción del poder ante la indignación y el rechazo popular no es plegarse a los justos deseos y aspiraciones del pueblo soberano, como sería preceptivo en democracia, sino cargarse de arrogancia, blindarse en sus privilegios y interponer, entre ellos y los ciudadanos, a las fuerzas policiales, a las que han armado y mimado más que al mismo ejército en los últimos años, demostrando que es cierta la sospecha escandalosa de que los gobiernos piensan que es mayor enemigo no son los otros estados, sino su propio pueblo, cansado de soportar desmanes, abusos y oprobio.
La población de España, que fue una de las que se incorporó más tarde en Occidente a la comunidad democrática internacional, fue engañada desde un principio porque se le dijo que viviría en democracia, mientras los constituyentes perfilaban una Constitución que sólo consagra una dictadura de partidos desbalanceada y sin controles al poder. El resultado de la estafa es ya conocido: los españoles hoy se sienten alejados de su sistema político y han aprendido a despreciar a sus dirigentes, tras haber sido arruinados, endeudados hasta el límite y sometidos a un intenso estado de abuso e injusticia por una de las peores y más predadoras clases gobernantes del planeta.
Tras el mandato de Zapatero, con una España arruinada y desmoralizada que vuelve a ser un país de emigrantes que huyen para encontrar dinero fuera, el balance de la mal llamada "democracia" española es desolador: nos ha empobrecido y llevado a muchos hasta la mendicidad, mientras que la libertad ha servido, sobre todo, a los políticos, los únicos que son verdaderamente libres e impunes en este sistema, mucho más que lo fueron con Franco.
El abuso de poder, el robo, la corrupción y, sobre todo, la injusticia han acabado con la ilusión de los ciudadanos y con el respeto a la democracia, a pesar de que España nunca ha disfrutado de ese sistema porque lo que se creó durante la Transición no fue una democracia sino una vil dictadura de partidos.
Los abusos del poder han convertido a los ciudadanos en gente desencantada que se siente alejada del Estado. Nos han robado tanto y han sido tan malos gobernantes que los ciudadanos están aprendiendo no ya a rechazar a los políticos sino a odiarlos, lo que constituye la mayor tragedia de España, un país que, para salir de la crisis que la está hundiendo, necesita restablecer con urgencia su confianza en los líderes y su respeto a una autoridad que, por su comportamiento, lo merezca.
La frustración ante la clase política en España es brutal. La gente sigue esperando que surjan actuaciones ejemplares de sus líderes, que renuncien al 30 por ciento de sus sueldos, que se equiparen a los demás en el cobro de pensiones, que reduzcan hasta lo imprescindible las ostentosas flotas y dotaciones de coches oficiales, tarjetas de crédito pagadas por el Estado, teléfonos móviles y otros muchos privilegios que el poder político se ha otorgado a si mismo, causando escándalo y rechazo en una ciudadanía que no les considera dignos ni merecedores de premio alguno.
La gente sigue esperando que cambien las leyes para que los ladrones de la política puedan ser castigados con la cárcel y obligados a devolver el dinero que han robado; que desaparezca el Senado y otras muchas instituciones inútiles, creadas únicamente para que miles de políticos vegeten sin aportar nada al bien común.
Las instituciones están desacreditadas y los políticos están ya habituados a anteponer sus propios intereses al bien común. El envilecimiento de lo público alcanza niveles inimaginables y el pueblo empieza a comprender que los que gobiernan no son sus aliados, ni siquiera sus representantes, sino sus amos.
La reacción del poder ante la indignación y el rechazo popular no es plegarse a los justos deseos y aspiraciones del pueblo soberano, como sería preceptivo en democracia, sino cargarse de arrogancia, blindarse en sus privilegios y interponer, entre ellos y los ciudadanos, a las fuerzas policiales, a las que han armado y mimado más que al mismo ejército en los últimos años, demostrando que es cierta la sospecha escandalosa de que los gobiernos piensan que es mayor enemigo no son los otros estados, sino su propio pueblo, cansado de soportar desmanes, abusos y oprobio.
La población de España, que fue una de las que se incorporó más tarde en Occidente a la comunidad democrática internacional, fue engañada desde un principio porque se le dijo que viviría en democracia, mientras los constituyentes perfilaban una Constitución que sólo consagra una dictadura de partidos desbalanceada y sin controles al poder. El resultado de la estafa es ya conocido: los españoles hoy se sienten alejados de su sistema político y han aprendido a despreciar a sus dirigentes, tras haber sido arruinados, endeudados hasta el límite y sometidos a un intenso estado de abuso e injusticia por una de las peores y más predadoras clases gobernantes del planeta.
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