Acaba de morir Gregorio Peces Barba y los grandes medios de comunicación, a la hora de ensalzar su figura, destacan su condición de "padre de la Constitución Española de 1978", como si aquella constitución hubiera sido un gran acierto, cuando la realidad es que ha hecho posible el caos actual y el hecho incuestionable de que España es hoy, 34 años después, un país fracasado y arruinado, lleno de desempleados y pobres, víctima de la más dañina corrupción institucional, con una democracia que no merece ese nombre por ser una vulgar partitocracia, y controlado por una casta política a la que su pueblo desprecia y acusa de todos sus males.
No cuestionamos el valor de Gregorio Peces Barba como persona y como pensador, pero sí rechazamos que su posible grandeza emane de su condición de padre de una Constitución cuyo fracaso ha quedado demostrado por la Historia. En todo caso, su título de padre de la Constitución sería mas fuente de tristeza que de honor.
Una Constitución es un documento guía destinado a ordenar el funcionamiento del Estado y de la nación, garantizando aspectos básicos como la convivencia, la justicia, la paz y otros muchos valores fundamentales. Cuando un país, bajo la guía de esa Constitución, ha llegado a donde hoy está España, no existe otra postura intelectual y política decente y honrada que la de condenar la Constitución como inservible.
Es cierto que los principales culpables del drama español no son los constitucionalistas, sino los políticos y el pueblo, los primeros por conducir la nave hacia el abismo, practicando el abuso, la corrupción, la arrogancia y la rapiña, entre otros contravalores y vicios, y los segundos permitiendo cobarde e irresponsablemente que los partidos políticos y sus dirigentes destruyeran la nación, después de haberla saqueado y pervertido hasta extremos impensables en cualquier sociedad decente y avanzada, pero todo se ha hecho bajo la presidencia de un texto constitucional que ha permitido el desastre, que diseñó un Estado inviable, dividido en 17 taifas ingobernables, que otorgó demasiado poder a los nacionalismos, no se garantizaron las reglas y valores básicos de la democracia y se instauraba, sobre todo, una sucia partitocracia sin controles ni contrapesos suficientes, laxa, confusa y lo bastante permisiva como para que una legión de sinvergüenzas sin escrúpulos haya podido encaramarse en la cúspide del Estado, apropiándoselo y, desde esa atalaya, arrasar la nación y acabar con la riqueza, la confianza y la felicidad.
Nunca podré olvidar a aquel profesor universitario de Derecho Constitucional que tanto me ayudó a pergeñar mi primer libro de pensamiento político (Democracia Secuestrada, Almuzara, 2005), cuando me dijo, refiriendose a la Constitución parida por Peces Barba y otros "próceres", que "un documento (Constitución) que permite que la democracia sea desvirtuada y que los ladrones y sinvergüenzas operen con impunidad desde el Estado es un mal documento y, sobre todo, una desgracia para el pueblo que lo adopta".
Hablemos, entonces, de Gregorio Peces Barba como un gran profesor universitario, un buen rector y un pensador político de reflexiones interesantes, pero nunca lo exaltemos como político de esta España desgraciada o como artífice de una Constitución que ha permitido la corrupción, la injusticia, la impunidad de los políticos, la creación de una casta inquietante e injusta, enquistada en el poder, y la destrucción de un país que, en 1978, tras el largo desierto de la dictadura franquista, estaba cargado de energía, de ilusión y de fe en una democracia española que hoy, por culpa de unos dirigentes canallas y de un pueblo cobarde y permisivo, está desprestigiada y huérfana de adhesiones y de grandeza.
Ya es hora de que en esta España miserable y pordiosera que mendiga a diario la piedad de los mercados y la ayuda de Europa se asuman las grandes verdades y se dejen caer los grandes mitos y mentiras fraguados por la propaganda del poder, uno de los cuales, quizás de los más arraigados y notorios, es la presunta grandeza de aquella Constitución de 1978, que dio a luz no la democracia, sino la falsa y podrida partitocracia española que padecemos hoy.
Sin la caída de esas grandes falsedades, es imposible resurgir.
No cuestionamos el valor de Gregorio Peces Barba como persona y como pensador, pero sí rechazamos que su posible grandeza emane de su condición de padre de una Constitución cuyo fracaso ha quedado demostrado por la Historia. En todo caso, su título de padre de la Constitución sería mas fuente de tristeza que de honor.
Una Constitución es un documento guía destinado a ordenar el funcionamiento del Estado y de la nación, garantizando aspectos básicos como la convivencia, la justicia, la paz y otros muchos valores fundamentales. Cuando un país, bajo la guía de esa Constitución, ha llegado a donde hoy está España, no existe otra postura intelectual y política decente y honrada que la de condenar la Constitución como inservible.
Es cierto que los principales culpables del drama español no son los constitucionalistas, sino los políticos y el pueblo, los primeros por conducir la nave hacia el abismo, practicando el abuso, la corrupción, la arrogancia y la rapiña, entre otros contravalores y vicios, y los segundos permitiendo cobarde e irresponsablemente que los partidos políticos y sus dirigentes destruyeran la nación, después de haberla saqueado y pervertido hasta extremos impensables en cualquier sociedad decente y avanzada, pero todo se ha hecho bajo la presidencia de un texto constitucional que ha permitido el desastre, que diseñó un Estado inviable, dividido en 17 taifas ingobernables, que otorgó demasiado poder a los nacionalismos, no se garantizaron las reglas y valores básicos de la democracia y se instauraba, sobre todo, una sucia partitocracia sin controles ni contrapesos suficientes, laxa, confusa y lo bastante permisiva como para que una legión de sinvergüenzas sin escrúpulos haya podido encaramarse en la cúspide del Estado, apropiándoselo y, desde esa atalaya, arrasar la nación y acabar con la riqueza, la confianza y la felicidad.
Nunca podré olvidar a aquel profesor universitario de Derecho Constitucional que tanto me ayudó a pergeñar mi primer libro de pensamiento político (Democracia Secuestrada, Almuzara, 2005), cuando me dijo, refiriendose a la Constitución parida por Peces Barba y otros "próceres", que "un documento (Constitución) que permite que la democracia sea desvirtuada y que los ladrones y sinvergüenzas operen con impunidad desde el Estado es un mal documento y, sobre todo, una desgracia para el pueblo que lo adopta".
Hablemos, entonces, de Gregorio Peces Barba como un gran profesor universitario, un buen rector y un pensador político de reflexiones interesantes, pero nunca lo exaltemos como político de esta España desgraciada o como artífice de una Constitución que ha permitido la corrupción, la injusticia, la impunidad de los políticos, la creación de una casta inquietante e injusta, enquistada en el poder, y la destrucción de un país que, en 1978, tras el largo desierto de la dictadura franquista, estaba cargado de energía, de ilusión y de fe en una democracia española que hoy, por culpa de unos dirigentes canallas y de un pueblo cobarde y permisivo, está desprestigiada y huérfana de adhesiones y de grandeza.
Ya es hora de que en esta España miserable y pordiosera que mendiga a diario la piedad de los mercados y la ayuda de Europa se asuman las grandes verdades y se dejen caer los grandes mitos y mentiras fraguados por la propaganda del poder, uno de los cuales, quizás de los más arraigados y notorios, es la presunta grandeza de aquella Constitución de 1978, que dio a luz no la democracia, sino la falsa y podrida partitocracia española que padecemos hoy.
Sin la caída de esas grandes falsedades, es imposible resurgir.
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