Si la Iglesia Católica creyera en el poder de la oración, habría convocado ya a sus fieles para que recen por Japón y pidan al Supremo que evite al mundo la catástrofe nuclear que se avecina. En el pasado, cuando la fe en Dios estaba más viva, los católicos eran más sensibles y activos frente a los males del mundo y siempre recurrían a Dios ante las grandes tragedias y amenazas.
¿Qué le está pasando al catolicismo y a las religiones en general? ¿Será cierto, como dicen muchos pensadores, que Dios ha muerto? ¿O es que todavía el tan proclamado "regreso de Dios" en este siglo XXI no se ha producido? ¿No será más bien que la Iglesia, al igual que el Estado, sufre un proceso dramático de deterioro y pérdida de identidad, sustancia y solvencia?
Si los obispos y sacerdotes católicos creyeran realmente en Dios, ya habrían convocado a los creyentes para que recen ante la catástrofe nuclear que amenaza al mundo entero desde Japón. Si realmente creyeran en lo que predican, habrían aleccionado los cristianos para que se convirtieran en activistas del amor y de la paz en un mundo cada día más injusto y acosado por desastres como el mal gobierno, la ausencia de justicia, el desempleo, la pobreza, las diferencias insultantes entre ricos y pobres, el abuso de poder, la corrupción, el escaso interés de los gobiernos por la educación y los valores, la indefensión de los pobres, los atentados contra el equilibrio ecológico y otros muchos males, todos ellos evitables si el ser humano fuera realmente consciente de que el mundo es una creación de Dios que los hombres estamos obligados a conservar y a cuidar permanentemente.
Nosotros creemos que lo que ocurre es que el poder siempre corrompe, siempre que no se renueve y rejuvenezca constantemente, y que esa verdad afecta también a los estamentos religiosos. La jerarquía, aislada de su pueblo y entretenida en sus poderes y menesteres, se está deteriorando, del mismo que se deteriora la casta política, contrayendo sus mismos vicios, con casi idénticas carencias y dramas en su estructura.
El mundo que han forjado nuestras religiones es un mundo indecente, nos guste o no reconocerlo. Es evidente que los principales culpables del desastre y del mundo sucio que nos rodea son los políticos, no los líderes religiosos, pero, en cierto modo, los asquerosos políticos que gobiernan el mundo, esos que están permitiendo con su cobardía que Gadafi masacre a su pueblo, sólo porque ha pedido más justicia y libertad, son hijos de la religión y de los valores que tan ineficazmente se han predicado desde los púlpitos.
En España, concretamente, los católicos, que constituyen una inmensa fuerza teórica en la sociedad, están divididos y muchos de ellos apoyan con sus votos a gobiernos indecentes que han infectado la sociedad de injusticias, corrupciones y abusos. Un ejemplo: el socialismo que gobierna la Junta de Andalucía, modelo de corrupción y de abuso de poder en España, está sustentado, según las estadísticas, por los votos de más de un millón de católicos andaluces practicantes.
La iglesia, entendiendo mal y cobardemente aquella dudosa sentencia de "A Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César", permite que las calles y plazas españolas se llenen cada día más de gente que pasa hambre, que ha perdido su trabajo y su vivienda, que ha visto como su familia se destroza ante la pobreza y que se siente desesperada, infeliz y abandonada a su suerte. La Iglesia española está lamentablemente ausente de los grandes debates de la sociedad y apenas influye en la agenda de los españoles.
Si la Iglesia católica española tuviera fe y creyera en lo que predica, si realmente asumiera la enorme verdad que anuncia de que "somos hijos de Dios y herederos del Cielo", nadie ni nada podría detener la fuerza del amor desatada y la actual España injusta y sucia nunca habría podido existir.
Pero la verdad, hiriente y lacerante, demostrada cada día por la fuerza de la Historia y de los hechos, es que la Iglesia parece no creer en el Dios que predica, ni en la doctrina que divulga, ni en las verdades que proclama.
Por si fueran pocos, esa pérdida de la fe en Dios y de los valores religiosos es otro de nuestros dramas cotidianos.
¿Qué le está pasando al catolicismo y a las religiones en general? ¿Será cierto, como dicen muchos pensadores, que Dios ha muerto? ¿O es que todavía el tan proclamado "regreso de Dios" en este siglo XXI no se ha producido? ¿No será más bien que la Iglesia, al igual que el Estado, sufre un proceso dramático de deterioro y pérdida de identidad, sustancia y solvencia?
Si los obispos y sacerdotes católicos creyeran realmente en Dios, ya habrían convocado a los creyentes para que recen ante la catástrofe nuclear que amenaza al mundo entero desde Japón. Si realmente creyeran en lo que predican, habrían aleccionado los cristianos para que se convirtieran en activistas del amor y de la paz en un mundo cada día más injusto y acosado por desastres como el mal gobierno, la ausencia de justicia, el desempleo, la pobreza, las diferencias insultantes entre ricos y pobres, el abuso de poder, la corrupción, el escaso interés de los gobiernos por la educación y los valores, la indefensión de los pobres, los atentados contra el equilibrio ecológico y otros muchos males, todos ellos evitables si el ser humano fuera realmente consciente de que el mundo es una creación de Dios que los hombres estamos obligados a conservar y a cuidar permanentemente.
Nosotros creemos que lo que ocurre es que el poder siempre corrompe, siempre que no se renueve y rejuvenezca constantemente, y que esa verdad afecta también a los estamentos religiosos. La jerarquía, aislada de su pueblo y entretenida en sus poderes y menesteres, se está deteriorando, del mismo que se deteriora la casta política, contrayendo sus mismos vicios, con casi idénticas carencias y dramas en su estructura.
El mundo que han forjado nuestras religiones es un mundo indecente, nos guste o no reconocerlo. Es evidente que los principales culpables del desastre y del mundo sucio que nos rodea son los políticos, no los líderes religiosos, pero, en cierto modo, los asquerosos políticos que gobiernan el mundo, esos que están permitiendo con su cobardía que Gadafi masacre a su pueblo, sólo porque ha pedido más justicia y libertad, son hijos de la religión y de los valores que tan ineficazmente se han predicado desde los púlpitos.
En España, concretamente, los católicos, que constituyen una inmensa fuerza teórica en la sociedad, están divididos y muchos de ellos apoyan con sus votos a gobiernos indecentes que han infectado la sociedad de injusticias, corrupciones y abusos. Un ejemplo: el socialismo que gobierna la Junta de Andalucía, modelo de corrupción y de abuso de poder en España, está sustentado, según las estadísticas, por los votos de más de un millón de católicos andaluces practicantes.
La iglesia, entendiendo mal y cobardemente aquella dudosa sentencia de "A Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César", permite que las calles y plazas españolas se llenen cada día más de gente que pasa hambre, que ha perdido su trabajo y su vivienda, que ha visto como su familia se destroza ante la pobreza y que se siente desesperada, infeliz y abandonada a su suerte. La Iglesia española está lamentablemente ausente de los grandes debates de la sociedad y apenas influye en la agenda de los españoles.
Si la Iglesia católica española tuviera fe y creyera en lo que predica, si realmente asumiera la enorme verdad que anuncia de que "somos hijos de Dios y herederos del Cielo", nadie ni nada podría detener la fuerza del amor desatada y la actual España injusta y sucia nunca habría podido existir.
Pero la verdad, hiriente y lacerante, demostrada cada día por la fuerza de la Historia y de los hechos, es que la Iglesia parece no creer en el Dios que predica, ni en la doctrina que divulga, ni en las verdades que proclama.
Por si fueran pocos, esa pérdida de la fe en Dios y de los valores religiosos es otro de nuestros dramas cotidianos.
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