Esta Semana, llamada Santa, se inicia con el Domingo de Ramos, en que se celebran dos aspectos fundamentales del misterio pascual: La vida o el triunfo, con la procesión de las palmas y ramos en honor de Cristo Rey; y la muerte o el fracaso, con la lectura de la Pasión correspondiente a los evangelios sinópticos -la de Juan se lee el viernes-. Desde el siglo V se celebraba en Jerusalén, con una procesión, la entrada de Jesús en la ciudad santa, el denominado «Domingo de Ramos», poco antes de ser crucificado.
La Semana Santa también se compone, aquí, en España, de representaciones y procesiones en conmemoración de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo, fruto de la tradición religiosa y de la piedad popular, sencilla y honda; y, así, con Machado y Serrat canta: ¿Quién me presta una escalera, para subir al madero, a quitar los clavos a Jesús el Nazareno? Y en Andalucía, por sus calles y plazas, llenas de algarabía y fervor, se ven pasar solemnes en sus tronos los Cristos y majestuosas las Vírgenes, venciendo el cansancio y la fatiga del peso y la caminata. Mientras por las esquinas y desde los balcones van saltando al aire primaveral las saetas en encendidas gargantas de hombres o mujeres que lloran el dolor de la Madre por el Hijo Crucificado, voces limpias, sin palmas, sin guitarra, que trasmiten una emoción tan honda como el arrepentimiento y el llanto: “No eres tú mi cantar, pero me llegas muy adentro, cantar de la tierra mía que echa flores al Jesús de la agonía”. En esos cantos populares, sube al cielo el incienso de la fe de nuestros mayores, reflejo de la pena interior que siente la gente al rememorar la Infinita Pasión de Cristo, misterio esencial del nacer, amar y morir del creyente. Es el sufrimiento sin límites del Hijo del Hombre o la pena de cauce oculto y madrugada remota, según otro poeta.
El evangelista Juan dice: “Existía la luz verdadera, que ilumina a todo hombre”. “Yo soy la luz del mundo; el que me siga, no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 1,9; 8,12). Jesucristo que impartió la misericordia, que mandó el amor y murió dando el perdón, nos invita que hagamos lo que hemos visto y oído; mirad cómo he amado y lo que yo he hecho; no he hecho una revolución cruenta, no he traído al mundo la agresión y las armas; he cambiado el mundo con la fuerza del amor al prójimo, el gran camino de luz a lo largo de los milenios"; es la luz que debe animar la relación entre todos los pueblos de la tierra, la convivencia universal en un mundo sin fronteras; pues "lo que cambia al mundo no es la revolución violenta, ni las grandes promesas, sino la silenciosa luz de la verdad", proveniente del Dios cercano que nos da la certeza de que no caemos en el olvido, como si el hombre fuera un producto de la casualidad.
A este Dios, dijo el Papa, debemos acercarnos, para convertirnos en "una de las luces más pequeñas" que él enciende en la historia y así traer, en la vigilia activa de la espera, luz al mundo. La luz que ha venido para iluminar a todo hombre. “Yo soy el camino la verdad y la vida”, sigue diciendo Jesús en nuestras calles a través del Cristo de los Gitanos, el Señor del Gran Poder, el del Silencio o el Cautivo. No ha sido la laicidad, sino la tradición que ha convertido hace siglos la religión católica en fundamento de nuestra vida, como lo expresan con emoción los costaleros que llevan a hombros al Cachorro, a la Macarena o a la Virgen de las Angustias.
C. Mudarra
La Semana Santa también se compone, aquí, en España, de representaciones y procesiones en conmemoración de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo, fruto de la tradición religiosa y de la piedad popular, sencilla y honda; y, así, con Machado y Serrat canta: ¿Quién me presta una escalera, para subir al madero, a quitar los clavos a Jesús el Nazareno? Y en Andalucía, por sus calles y plazas, llenas de algarabía y fervor, se ven pasar solemnes en sus tronos los Cristos y majestuosas las Vírgenes, venciendo el cansancio y la fatiga del peso y la caminata. Mientras por las esquinas y desde los balcones van saltando al aire primaveral las saetas en encendidas gargantas de hombres o mujeres que lloran el dolor de la Madre por el Hijo Crucificado, voces limpias, sin palmas, sin guitarra, que trasmiten una emoción tan honda como el arrepentimiento y el llanto: “No eres tú mi cantar, pero me llegas muy adentro, cantar de la tierra mía que echa flores al Jesús de la agonía”. En esos cantos populares, sube al cielo el incienso de la fe de nuestros mayores, reflejo de la pena interior que siente la gente al rememorar la Infinita Pasión de Cristo, misterio esencial del nacer, amar y morir del creyente. Es el sufrimiento sin límites del Hijo del Hombre o la pena de cauce oculto y madrugada remota, según otro poeta.
El evangelista Juan dice: “Existía la luz verdadera, que ilumina a todo hombre”. “Yo soy la luz del mundo; el que me siga, no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 1,9; 8,12). Jesucristo que impartió la misericordia, que mandó el amor y murió dando el perdón, nos invita que hagamos lo que hemos visto y oído; mirad cómo he amado y lo que yo he hecho; no he hecho una revolución cruenta, no he traído al mundo la agresión y las armas; he cambiado el mundo con la fuerza del amor al prójimo, el gran camino de luz a lo largo de los milenios"; es la luz que debe animar la relación entre todos los pueblos de la tierra, la convivencia universal en un mundo sin fronteras; pues "lo que cambia al mundo no es la revolución violenta, ni las grandes promesas, sino la silenciosa luz de la verdad", proveniente del Dios cercano que nos da la certeza de que no caemos en el olvido, como si el hombre fuera un producto de la casualidad.
A este Dios, dijo el Papa, debemos acercarnos, para convertirnos en "una de las luces más pequeñas" que él enciende en la historia y así traer, en la vigilia activa de la espera, luz al mundo. La luz que ha venido para iluminar a todo hombre. “Yo soy el camino la verdad y la vida”, sigue diciendo Jesús en nuestras calles a través del Cristo de los Gitanos, el Señor del Gran Poder, el del Silencio o el Cautivo. No ha sido la laicidad, sino la tradición que ha convertido hace siglos la religión católica en fundamento de nuestra vida, como lo expresan con emoción los costaleros que llevan a hombros al Cachorro, a la Macarena o a la Virgen de las Angustias.
C. Mudarra
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