En mi juventud, el documento escrito de mayor arraigo era la carta. Como consecuencia, el cartero o persona que las repartía se esperaba con verdadera ansiedad. La escribían los padres y madres a sus hijos, los novios a sus novias, los amigos entre sí, los que necesitaban documentos a la entidad correspondiente, el que pedía ayuda a alguien... Y, si no sabían escribir, se buscaban un amanuense que se lo hiciera, previo pago de la misma.
Las más estimadas eran las cartas de los padres, de los novios y de los amigos. Llegaron a constituir un género literario de gran estima, el género epistolar. Muchas personas lo hacían en verso y el amante o la amante guardaba las cartas como un gran tesoro; incluso las perfumaban como garantía de su identidad. Cuando rompían las relaciones, devolvían las cartas o las quemaban como un gesto de ruptura. Las cartas más tiernas, escritas con lágrimas, eran las de las madres a sus hijos en la mili, en guerra o en países lejanos.
Hoy nadie escribe cartas, a excepción de las empresas y los bancos para mantener el contacto y las cuentas con sus clientes; los publicistas, para vender y los ayuntamientos y las diputaciones, para exigir los impuestos o avisar de las multas y pagos correspondientes. Por eso, hoy nadie quiere cartas, porque generalmente son pájaros de mal agüero. Alguna vez llega alguna de un amigo y el corazón se apresura, rompemos cuanto antes la pestaña y acogemos la comunicación con avaricia.
Los jóvenes actuales no tienen paciencia para escribir cartas y lo hacen de viva voz, con mensajes o por escrito informático. Los mensajes son hoy el medio más utilizado por todo el mundo a través del correo electrónico. Es bonito oír la voz del amigo, de la amiga o del hijo lejano. O mantener largas conversaciones escritas como si tuviéramos presente al destinatario. Otros correos electrónicos son, en general, imágenes sublimes de ciudades, de paisajes, de monumentos, de cuadros, de curiosidades con fotos y textos inefables.
Pero hemos llegado a unos índices de correo que asustan. Hay gente que recibe cuarenta o cincuenta correos diarios. Si los quieres ver con detención y atención, tienes que dedicar la mañana o la tarde para verlos. Y si los quieres contestar, tienes que emplear varias horas para cumplir con la ley del agradecimiento. Y si te piden que lo reenvíes, te desesperas. A veces, me pregunto con verdadera curiosidad: ¿De dónde salen tantos correos?
En el principio, hace millones de años, el hombre ya tuvo necesidad de comunicarse. Los primeros hombres emitían sonidos, dibujaban en las cavernas y encendían fuego para enviar mensajes. En el tercer milenio, el hombre ha dominado las distancias, ha conseguido superar la velocidad y envía, por medio de las ondas hertzianas, mensajes a todos los puntos del planeta, antes incluso de que los nativos conozcan los acontecimientos. La comunicación distingue al hombre de los demás seres.
JUAN LEIVA
Las más estimadas eran las cartas de los padres, de los novios y de los amigos. Llegaron a constituir un género literario de gran estima, el género epistolar. Muchas personas lo hacían en verso y el amante o la amante guardaba las cartas como un gran tesoro; incluso las perfumaban como garantía de su identidad. Cuando rompían las relaciones, devolvían las cartas o las quemaban como un gesto de ruptura. Las cartas más tiernas, escritas con lágrimas, eran las de las madres a sus hijos en la mili, en guerra o en países lejanos.
Hoy nadie escribe cartas, a excepción de las empresas y los bancos para mantener el contacto y las cuentas con sus clientes; los publicistas, para vender y los ayuntamientos y las diputaciones, para exigir los impuestos o avisar de las multas y pagos correspondientes. Por eso, hoy nadie quiere cartas, porque generalmente son pájaros de mal agüero. Alguna vez llega alguna de un amigo y el corazón se apresura, rompemos cuanto antes la pestaña y acogemos la comunicación con avaricia.
Los jóvenes actuales no tienen paciencia para escribir cartas y lo hacen de viva voz, con mensajes o por escrito informático. Los mensajes son hoy el medio más utilizado por todo el mundo a través del correo electrónico. Es bonito oír la voz del amigo, de la amiga o del hijo lejano. O mantener largas conversaciones escritas como si tuviéramos presente al destinatario. Otros correos electrónicos son, en general, imágenes sublimes de ciudades, de paisajes, de monumentos, de cuadros, de curiosidades con fotos y textos inefables.
Pero hemos llegado a unos índices de correo que asustan. Hay gente que recibe cuarenta o cincuenta correos diarios. Si los quieres ver con detención y atención, tienes que dedicar la mañana o la tarde para verlos. Y si los quieres contestar, tienes que emplear varias horas para cumplir con la ley del agradecimiento. Y si te piden que lo reenvíes, te desesperas. A veces, me pregunto con verdadera curiosidad: ¿De dónde salen tantos correos?
En el principio, hace millones de años, el hombre ya tuvo necesidad de comunicarse. Los primeros hombres emitían sonidos, dibujaban en las cavernas y encendían fuego para enviar mensajes. En el tercer milenio, el hombre ha dominado las distancias, ha conseguido superar la velocidad y envía, por medio de las ondas hertzianas, mensajes a todos los puntos del planeta, antes incluso de que los nativos conozcan los acontecimientos. La comunicación distingue al hombre de los demás seres.
JUAN LEIVA
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