El logro más importante de la Humanidad en el siglo XX ha sido la Organización de las Naciones Unidas (ONU). El que todos los países del mundo puedan sentarse a dialogar sobre los grandes problemas de los pueblos, buscando soluciones operativas a los conflictos internacionales, es algo que no se podía imaginar hace unos años. Y, sin embargo, los mismos países que fueron capaces de conseguir la unión se han convertido hoy en los grandes obstáculos para su progreso y desarrollo.
Los problemas más acuciantes son tan evidentes que cualquier persona de buena voluntad los señalaría: el hambre, la protección del planeta, el desarme, los derechos de la niñez, la cultura de los pueblos, el freno de las guerras, las vacunas contra las enfermedades, los derechos humanos, el terrorismo... Pero, desgraciadamente, son tantos los intereses de los países poderosos, que no admiten una democracia donde todos puedan ejercer el derecho a voz y voto. El veto de los países fundadores obstaculiza casi todas las propuestas que la ONU ha querido llevar a cabo.
Falla una ética internacional, una especie de Carta Magna o Constitución que obligue sin paliativos a todos los países a asumir por igual las responsabilidades de la convivencia humana. No se trata de un código complejo que quiera unificar todas las diferencias raciales de los países del mundo; todo lo contrario, se trata de una ética sencilla y asumible por todos, como fue, por ejemplo, el célebre programa de la Revolución Francesa: libertad, igualdad y fraternidad de la persona humana.
Pero siempre falló la praxis operativa o el modo de llevarla a cabo. Mientras que Estados Unidos y Occidente puso todo su ahínco en implantar la libertad, Rusia y el Oriente pusieron todo su interés para conseguir la igualdad. Los resultados han fracasado, porque el primero ha derivado en una economía materialista con desigualdades chirriantes. Y Rusia se ha derrumbado ante una igualdad impuesta por la fuerza y corrompida por sus propios ideólogos.
En cambio, el tercer ideal, la fraternidad, iniciada una y otra vez por miembros de las grandes religiones, como en la Iglesia Católica el padre Baltasar de las Casas, el padre Ellacuría o Monseñor Romero fueron frenados violentamente por los mismos políticos de uno u otro signo. Y es la ética la única capaz de hacer valer los derechos fundamentales de la persona humana: libertad, igualdad y fraternidad.
En la misma Europa se ha establecido, como primer vínculo de unión de los pueblos, la moneda y el dinero, sin la preparación necesaria de una niñez y juventud que sea capaz de responder a las exigencias de la unión. No se trata de uniformar la pluralidad humana, sino de conjugar en un todo la fraternidad de la raza humana. Habría que comenzar por una ética consensuada que evite las guerras y posibilite la convivencia.
JUAN LEIVA
Los problemas más acuciantes son tan evidentes que cualquier persona de buena voluntad los señalaría: el hambre, la protección del planeta, el desarme, los derechos de la niñez, la cultura de los pueblos, el freno de las guerras, las vacunas contra las enfermedades, los derechos humanos, el terrorismo... Pero, desgraciadamente, son tantos los intereses de los países poderosos, que no admiten una democracia donde todos puedan ejercer el derecho a voz y voto. El veto de los países fundadores obstaculiza casi todas las propuestas que la ONU ha querido llevar a cabo.
Falla una ética internacional, una especie de Carta Magna o Constitución que obligue sin paliativos a todos los países a asumir por igual las responsabilidades de la convivencia humana. No se trata de un código complejo que quiera unificar todas las diferencias raciales de los países del mundo; todo lo contrario, se trata de una ética sencilla y asumible por todos, como fue, por ejemplo, el célebre programa de la Revolución Francesa: libertad, igualdad y fraternidad de la persona humana.
Pero siempre falló la praxis operativa o el modo de llevarla a cabo. Mientras que Estados Unidos y Occidente puso todo su ahínco en implantar la libertad, Rusia y el Oriente pusieron todo su interés para conseguir la igualdad. Los resultados han fracasado, porque el primero ha derivado en una economía materialista con desigualdades chirriantes. Y Rusia se ha derrumbado ante una igualdad impuesta por la fuerza y corrompida por sus propios ideólogos.
En cambio, el tercer ideal, la fraternidad, iniciada una y otra vez por miembros de las grandes religiones, como en la Iglesia Católica el padre Baltasar de las Casas, el padre Ellacuría o Monseñor Romero fueron frenados violentamente por los mismos políticos de uno u otro signo. Y es la ética la única capaz de hacer valer los derechos fundamentales de la persona humana: libertad, igualdad y fraternidad.
En la misma Europa se ha establecido, como primer vínculo de unión de los pueblos, la moneda y el dinero, sin la preparación necesaria de una niñez y juventud que sea capaz de responder a las exigencias de la unión. No se trata de uniformar la pluralidad humana, sino de conjugar en un todo la fraternidad de la raza humana. Habría que comenzar por una ética consensuada que evite las guerras y posibilite la convivencia.
JUAN LEIVA
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