Las izquierdas españolas son incapaces de renunciar a conseguir una condena formal del Franquismo y no cesan en su intento de borrar todo vestigio o memoria histórica del régimen que ganó la guerra civil de 1936. Pero los que se niegan a enterrar un pasado que divide y rememora dolores e injusticias, deben saber que si ellos cambian los nombres de las calles y destruyen monumentos y huellas también se exponen a que la otra parte y los historiadores independientes les saquen también a los republicanos sus trapos sucios, que no fueron pocos.
En este sentido, sale a la luz la tesis de que existió un auténtico genocidio anticatolico en la España republicana, que según muchos historiadores debe reconocerse y condenarse.
Es cierto que la implantación de la Segunda República vino acompañada de una dura persecución religiosa que se manifestó en la quema de conventos, expulsión de la Compañía de Jesús, prohibición a los religiosos de dedicarse a la enseñanza, etc. y que llegó tan lejos que se convirtió en causa importante para que se desencadenara la guerra.
Poco después de la victoria del Frente Popular en febrero de 1936, 142 iglesias fueron incendiadas, primer capítulo de una brutal persecución religiosa que se mantuvo en toda España hasta la sublevación militar y continuó después en la zona dominada por el gobierno del Frente Popular, arrojando cifras tan terribles como el asesinato de 13 obispos, 4.184 sacerdotes, 2.365 religiosos y 283 religiosas, muchas de ellas previamente violadas.
En los ambientes académicos, donde también ha tenido repercusión el deseo de las izquierdas de desenterrar los fantasmas del pasado, se discute si aquella matanza de representantes de la Iglesia, a los que hay que añadir el de muchos miles de laicos católicos, ejecutados en razón de su fe, fue o no un caso de genocidio en toda regla.
En cualquier caso, se trató de una matanza de tan considerables proporciones, en tan solo tres años, que no puede considerarse obra de incontrolados, como afirman algunos, sino una salvaje persecución religiosa perpetrada en el bando republicano con el claro fin de exterminar al grupo religioso católico.
El genocidio se define como el “Exterminio o eliminación sistemática de un grupo social por motivo de raza, de etnia, de religión, de política o de nacionalidad.” La Corte Penal Internacional considera como genocidio ciertos actos “perpetrados con la intención de destruir total o parcialmente a un grupo nacional, étnico, racial o religioso como tal”.
Perseguidos en muchos países, sobre todo por los extremistas musulmanes, que los están exterminando en países del oriente y de África donde son minoría, los cristianos empiezan a defenderse del acoso y de las mentiras históricas con las que se les agrede.
Esa defensa incluye un análisis de la Historia que ponga de relieve los crímenes y la sangre derramada por sus adversarios, un camino peligroso porque, al igual que hacen ciertas izquierdas, desentierra fantasmas del pasado que a todos conviene tener bien enterrados porque generan dolor y deseos de revancha.
Parece evidente que si se analiza la situación con parsimonia y lucidez, eliminar todos los vestigios del Franquismo y acosar a los católicos puede traer consigo una reacción defensiva que traiga al recuerdo episodios y actuaciones del bando republicano que no son nada ejemplares, como la desaparición del tesoro nacional en oro, los asesinatos masivos en Paracuellos y otro lugares, los asesinatos de dirigentes republicanos por sus mismos compañeros de filas y verdaderos genocidios como el que se cometió contra los católicos.
Más que la insensata revancha de los vencidos y el resurgimiento de los odios entre derechas e izquierdas, tan querido por algunos partidos de la izquierda, el nacionalismo cargado de odio y el nuevo populismo, lo que la España del presente necesita con verdadera urgencia es una regeneración de su política, podrida por corrupción y abuso de poder, y una restauración de los cementos que unen y forjan una nación, como el amor a los símbolos comunes, el conocimiento y aprecio de la historia común y la reconstrucción de las ilusiones y metas colectivas, miserablemente destrozadas por la política en las últimas décadas.
Francisco Rubiales
En este sentido, sale a la luz la tesis de que existió un auténtico genocidio anticatolico en la España republicana, que según muchos historiadores debe reconocerse y condenarse.
Es cierto que la implantación de la Segunda República vino acompañada de una dura persecución religiosa que se manifestó en la quema de conventos, expulsión de la Compañía de Jesús, prohibición a los religiosos de dedicarse a la enseñanza, etc. y que llegó tan lejos que se convirtió en causa importante para que se desencadenara la guerra.
Poco después de la victoria del Frente Popular en febrero de 1936, 142 iglesias fueron incendiadas, primer capítulo de una brutal persecución religiosa que se mantuvo en toda España hasta la sublevación militar y continuó después en la zona dominada por el gobierno del Frente Popular, arrojando cifras tan terribles como el asesinato de 13 obispos, 4.184 sacerdotes, 2.365 religiosos y 283 religiosas, muchas de ellas previamente violadas.
En los ambientes académicos, donde también ha tenido repercusión el deseo de las izquierdas de desenterrar los fantasmas del pasado, se discute si aquella matanza de representantes de la Iglesia, a los que hay que añadir el de muchos miles de laicos católicos, ejecutados en razón de su fe, fue o no un caso de genocidio en toda regla.
En cualquier caso, se trató de una matanza de tan considerables proporciones, en tan solo tres años, que no puede considerarse obra de incontrolados, como afirman algunos, sino una salvaje persecución religiosa perpetrada en el bando republicano con el claro fin de exterminar al grupo religioso católico.
El genocidio se define como el “Exterminio o eliminación sistemática de un grupo social por motivo de raza, de etnia, de religión, de política o de nacionalidad.” La Corte Penal Internacional considera como genocidio ciertos actos “perpetrados con la intención de destruir total o parcialmente a un grupo nacional, étnico, racial o religioso como tal”.
Perseguidos en muchos países, sobre todo por los extremistas musulmanes, que los están exterminando en países del oriente y de África donde son minoría, los cristianos empiezan a defenderse del acoso y de las mentiras históricas con las que se les agrede.
Esa defensa incluye un análisis de la Historia que ponga de relieve los crímenes y la sangre derramada por sus adversarios, un camino peligroso porque, al igual que hacen ciertas izquierdas, desentierra fantasmas del pasado que a todos conviene tener bien enterrados porque generan dolor y deseos de revancha.
Parece evidente que si se analiza la situación con parsimonia y lucidez, eliminar todos los vestigios del Franquismo y acosar a los católicos puede traer consigo una reacción defensiva que traiga al recuerdo episodios y actuaciones del bando republicano que no son nada ejemplares, como la desaparición del tesoro nacional en oro, los asesinatos masivos en Paracuellos y otro lugares, los asesinatos de dirigentes republicanos por sus mismos compañeros de filas y verdaderos genocidios como el que se cometió contra los católicos.
Más que la insensata revancha de los vencidos y el resurgimiento de los odios entre derechas e izquierdas, tan querido por algunos partidos de la izquierda, el nacionalismo cargado de odio y el nuevo populismo, lo que la España del presente necesita con verdadera urgencia es una regeneración de su política, podrida por corrupción y abuso de poder, y una restauración de los cementos que unen y forjan una nación, como el amor a los símbolos comunes, el conocimiento y aprecio de la historia común y la reconstrucción de las ilusiones y metas colectivas, miserablemente destrozadas por la política en las últimas décadas.
Francisco Rubiales
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