España tiene más políticos colocados a sueldo del Estado que Alemania, Francia e Inglaterra juntos. Los gobiernos autonómicos, los parlamentos y los cientos de chiringuitos inútiles creados por los políticos solo para colocar a sus amigos pesan sobre la economía española como una losa de plomo. Sin el lastre terrible de la política, España sería una de las naciones más prósperas de Europa, pero lastrada por casi medio millón de parásitos, se debate entre la ruina y el esperpento. La gran desgracia de España tiene un nombre: los políticos.
Si los políticos son los parásitos que empobrecen España, los periodistas son sus grandes cómplices, pues saben que el tamaño del Estado español es insostenible y ruinoso y a pesar de eso lo defienden y ocultan cada día que los políticos son el mayor problema de España. Los que lo sabemos sufrimos nuestra desgracia impotentes, sin poder hacer otra cosa que denunciar el inmenso abuso.
Tan sólo en nóminas, las 17 comunidades autónomas gastarán 72.000 millones de euros en 2016 y si a ese gasto se agregan otros lujos y privilegios prescindibles de la clase política, como coches oficiales, aviones, fondos reservados opacos, dietas, pensiones vitalicias, un senado inoperante, diputaciones facilmente sustituibles, legiones de asesores contratados y, sobre todo, el mantenimiento de los cientos de instituciones y empresas públicas inútiles, creadas únicamente para satisfacer el ego de la clase política y para colocar a sus amigos y compañeros de partido, el gasto superfluo y prescindible del Estado se acerca a los 250.000 millones de euros anuales, casi una cuarta parte del PIB, de toda la riqueza que crea la nación, una locura esperpéntica, injusta, opresiva y quizás delictiva porque mantener ese monstruo obliga al país a endeudarse hasta la demencia, a reducir la calidad de los servicios públicos y a exprimir a los ciudadanos con impuestos insoportables e injustos que deprimen la economía y generan infelicidad y angustia.
Si al dinero que nos cuesta este Estado enfermo de obesidad se agrega el que España pierde cada ejercicio como consecuencia de la corrupción y el robo, la sangría es tan dramática y deleznable que reclama una rebelión cívica contra tanta injusticia y abuso.
Que el pago de las pensiones y la calidad de la enseñanza y de la sanidad estén en peligro en España, mientras se mantiene el despilfarro de un Estado monstruoso, constituye una indecencia que, en cualquier país verdaderamente democrático, sería considerado delito, pues prevalecen, de manera reiterada y consciente, los intereses de los poderosos sobre el interés general y al bien común.
El tamaño del Estado en España contrae la economía, dispara la corrupción, obliga a realizar recortes injustos y condena a los ciudadanos a recibir del Estado servicios y prestaciones que muchas veces son tercermundistas.
La parte más ilustrada y consciente del país conoce esa tragedia, pero guarda un silencio cobarde y cómplice porque tiene miedo al poder y porque, de un modo u otro, muchos se benefician del Estado gigante, corrupto y despilfarrador.
Pero los principales culpables del drama, después de los políticos, que son los depredadores insensatos que han construido y mantienen ese Estado demencial, son los periodistas, a los que la democracia y la ética obligan a denunciar el enorme abuso que ese Estado obeso y enfermo representa para España, un Estado que genera pobreza y que es el culpable directo de que uno de cada cuatro españoles esté ya en situación o en la frontera de la pobreza y de que cientos de miles de jóvenes y desempleados no encuentren sitio en la economía y estén siendo privados del derechos básico y constitucional a disponer de un puesto digno de trabajo que le permita vivir.
Cuando uno contempla el despliegue de la televisión y de los medios para aplaudir y celebrar la llegada del nuevo gobierno, siente pena y miedo ante tanta mentira y engaño. En lugar de celebrar la fiesta de los verdugos tomando posesión de sus cargos, la sociedad española debería llorar porque tiene que mantener a nuevas oleadas de parásitos que, sin necesidad alguna, se disponen a encaramarse a la teta del Estado para ordeñarla sin piedad.
Jueces, periodistas, intelectuales, profesores universitarios, empresarios, profesionales y los ciudadanos conscientes del país deberían unir su voz para denunciar la locura de un Estado que, según los expertos, es por lo menos cinco veces mayor de lo que resultaría lógico y necesario, todo un derroche de gasto injusto y escandaloso que se mantiene sólo porque la clase política y sus cómplices no tienen sentido alguno de la justicia, de la democracia y de la decencia.
Francisco Rubiales
Si los políticos son los parásitos que empobrecen España, los periodistas son sus grandes cómplices, pues saben que el tamaño del Estado español es insostenible y ruinoso y a pesar de eso lo defienden y ocultan cada día que los políticos son el mayor problema de España. Los que lo sabemos sufrimos nuestra desgracia impotentes, sin poder hacer otra cosa que denunciar el inmenso abuso.
Tan sólo en nóminas, las 17 comunidades autónomas gastarán 72.000 millones de euros en 2016 y si a ese gasto se agregan otros lujos y privilegios prescindibles de la clase política, como coches oficiales, aviones, fondos reservados opacos, dietas, pensiones vitalicias, un senado inoperante, diputaciones facilmente sustituibles, legiones de asesores contratados y, sobre todo, el mantenimiento de los cientos de instituciones y empresas públicas inútiles, creadas únicamente para satisfacer el ego de la clase política y para colocar a sus amigos y compañeros de partido, el gasto superfluo y prescindible del Estado se acerca a los 250.000 millones de euros anuales, casi una cuarta parte del PIB, de toda la riqueza que crea la nación, una locura esperpéntica, injusta, opresiva y quizás delictiva porque mantener ese monstruo obliga al país a endeudarse hasta la demencia, a reducir la calidad de los servicios públicos y a exprimir a los ciudadanos con impuestos insoportables e injustos que deprimen la economía y generan infelicidad y angustia.
Si al dinero que nos cuesta este Estado enfermo de obesidad se agrega el que España pierde cada ejercicio como consecuencia de la corrupción y el robo, la sangría es tan dramática y deleznable que reclama una rebelión cívica contra tanta injusticia y abuso.
Que el pago de las pensiones y la calidad de la enseñanza y de la sanidad estén en peligro en España, mientras se mantiene el despilfarro de un Estado monstruoso, constituye una indecencia que, en cualquier país verdaderamente democrático, sería considerado delito, pues prevalecen, de manera reiterada y consciente, los intereses de los poderosos sobre el interés general y al bien común.
El tamaño del Estado en España contrae la economía, dispara la corrupción, obliga a realizar recortes injustos y condena a los ciudadanos a recibir del Estado servicios y prestaciones que muchas veces son tercermundistas.
La parte más ilustrada y consciente del país conoce esa tragedia, pero guarda un silencio cobarde y cómplice porque tiene miedo al poder y porque, de un modo u otro, muchos se benefician del Estado gigante, corrupto y despilfarrador.
Pero los principales culpables del drama, después de los políticos, que son los depredadores insensatos que han construido y mantienen ese Estado demencial, son los periodistas, a los que la democracia y la ética obligan a denunciar el enorme abuso que ese Estado obeso y enfermo representa para España, un Estado que genera pobreza y que es el culpable directo de que uno de cada cuatro españoles esté ya en situación o en la frontera de la pobreza y de que cientos de miles de jóvenes y desempleados no encuentren sitio en la economía y estén siendo privados del derechos básico y constitucional a disponer de un puesto digno de trabajo que le permita vivir.
Cuando uno contempla el despliegue de la televisión y de los medios para aplaudir y celebrar la llegada del nuevo gobierno, siente pena y miedo ante tanta mentira y engaño. En lugar de celebrar la fiesta de los verdugos tomando posesión de sus cargos, la sociedad española debería llorar porque tiene que mantener a nuevas oleadas de parásitos que, sin necesidad alguna, se disponen a encaramarse a la teta del Estado para ordeñarla sin piedad.
Jueces, periodistas, intelectuales, profesores universitarios, empresarios, profesionales y los ciudadanos conscientes del país deberían unir su voz para denunciar la locura de un Estado que, según los expertos, es por lo menos cinco veces mayor de lo que resultaría lógico y necesario, todo un derroche de gasto injusto y escandaloso que se mantiene sólo porque la clase política y sus cómplices no tienen sentido alguno de la justicia, de la democracia y de la decencia.
Francisco Rubiales
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