El debate es apasionante. Antes de 20 años, más del 80 por ciento de la población del mundo será urbana. La ciudad se habrá convertido entonces, más que nunca antes en la historia, en el hogar del hombre, en el hábitat propio de la especie humana. Hoy, cuando nos encontramos en la frontera de ese mundo urbano y masificado que ya casi podemos tocar con las manos, se discute con pasión sobre qué tipo de ciudad debemos construir.
Simplificando un debate que es rico en matices, podemos afirmar que la discusión se centra en torno a dos modelos de ciudad: la ciudad de los guettos y la ciudad mestiza. La primera aboga por la separación entre los ricos y los pobres, entre los barrios prósperos, donde viven los ciudadanos con mayores ingresos y más alto poder adquisitivo, y los barrios donde habitan los menos favorecidos. Ambos modelos tienen sus defensores y detractores. Unos creen que obligar a que convivan en el mismo espacio urbano las distintas clases, culturas y tipos es injusto e inhumano, porque las ventajas de los más favorecidos golpearán diariamente la sensibilidad y la conciencia de los menos favorecidos, obligados a comprar en las mismas tiendas y a utilizar los mismos servicios. Otros creen que las ciudades siempre han sido mestizas y en ellas han convivido, sin dificultad, los mas favorecidos por la fortuna con los menos favorecidos, los más cultos con los menos cultos, los de una religión y los de otra, y que esa diversidad enriquece la vida y la misma convivencia.
La inmigración masiva ha introducido nuevos argumentos y tensiones en el debate porque, de hecho, está creando guettos de manera espontánea: barrios latinos, chinos, musulmanes, etc.
Muchos creemos en la ciudad mezclada y mestiza, en un espacio donde podamos convivir todos, pero siempre que se establezcan condiciones y cautelas para que esa convivencia no se convierta en una tragedia diaria y en una insoportable injusticia permanente.
En primer lugar, las ciudades, además de convivencia de todos, requieren seguridad. Sin una seguridad ciudadana garantizada por las autoridades políticas, a las que estamos atiborrando de dinero con nuestros impuestos, esa convivencia que pretendemos nunca será posible.
En segundo lugar, la convivencia requiere también educación, otra de las carencias de nuestra sociedad por la que también debemos pedir cuenta a nuestros líderes políticos. Sin educación urbana, sin preparación para la convivencia, no es posible convivir en armonía.
En tercer lugar, es necesario que todas las clases que convivan en el mismo espacio tengan en común una escala de valores similar. Es importante que todos creamos en la paz, en la ética, en la ayuda mutua, en la solidaridad, en la cooperación, en el diálogo, etc.. Sin esa “cobertura” ética, la convivencia no será posible y, sin convivencia, no hay ciudad, sino jungla, algo que es peor que el guetto que todos queremos erradicar.
Así que, la primera gran conclusión que emana del debate sobre las ciudades es que el urbanismo no es una disciplina aislada, sino una actividad multifacética que implica no sólo el diseño de las ciudades, sino también otros valores y principios necesarios para la convivencia, como son el orden, el respeto, la paz, la cultura, la justicia y otros.
La historia y la prudencia nos enseñan que el diseño de la ciudad donde debemos convivir es demasiado importante para que la dejemos exclusivamente en manos de los urbanistas, del mismo modo que la política es demasiado importante para que la monopolicen los políticos. Los ciudadanos, organizados en la sociedad civil, debemos no sólo opinar e influir, sino controlar el proceso creativo, vigilando a nuestros representantes y técnicos e interviniendo siempre que sea necesario para evitar errores, abusos, corrupciones y daños irreparables.
Pero el drama en España es que la sociedad civil está postrada, casi en estado de coma, aplastada por el poder desmesurado e intervencionista de la "casta" política.
En teoría, las autoridades propician la participación cuando afirman que los Planes Generales de Ordenación Urbana (PGOUs) deben ser producto no sólo del diseño técnico, sino de un gran debate donde participen los ciudadanos, tanto individualmente como organizados en sectores, intereses, gremios, etc..
El problema radica en que esos debates suelen ser siempre falsos y que, al final, las opiniones ciudadanas y sectoriales sólo quedan reflejada en el diseño final de la ciudad cuando coinciden con los intereses de los políticos y de sus partidos, lo cual no deja de ser una aberración antidemocrática y otro reflejo dictatorial de los muchos que padece la ciudadanía española. El debate ciudadano debe ser vinculante, como corresponde en una democracia en las que el poder soberano siempre es del ciudadano.
Las ciudades armoniosas, placenteras e ideales para convivir son y serán sólo las que los ciudadanos, que son los que deben habitarlas, demanden y aprueben. Si existe un capítulo donde el poder del pueblo deba manifestarse con plenitud, ese es el urbanismo. Los políticos y sus técnicos deben asumir que lo que diseñan no son ciudades para cobrar impuestos, o para gobernar, o para someter, sino ciudades para que sean habitadas y produzcan felicidad a sus habitantes.
Por estas razones, creemos que el urbanismo democrático debe revisar sus métodos y someterse más a la auténtica voluntad de los ciudadanos que a los designios del príncipe, o del poder político, que es el que ha diseñado las ciudades desde los tiempos de los faraones, sin apenas intervención de las masas populares que deben habitarlas. En nuestros tiempos, el príncipe todopoderoso está representado por los partidos políticos y por los gobiernos, que tienden a llegar con sus poderes de representantes más allá de lo que es prudente, olvidando que captar la opinión de los administrados no es una opción sino un deber, del mismo modo que también es un deber inviolable cumplir la voluntad popular, salvo que puedan demostrar que esa voluntad expresada por los ciudadanos sea nociva o irrealizable.
Discutir sobre nuestras ciudades significa debatir sobre democracia, poder y política, porque del diseño de nuestro hábitat dependen factores tan vitales como la libertad, los derechos y los valores que conforman la convivencia.
Francisco Rubiales
Fin
Simplificando un debate que es rico en matices, podemos afirmar que la discusión se centra en torno a dos modelos de ciudad: la ciudad de los guettos y la ciudad mestiza. La primera aboga por la separación entre los ricos y los pobres, entre los barrios prósperos, donde viven los ciudadanos con mayores ingresos y más alto poder adquisitivo, y los barrios donde habitan los menos favorecidos. Ambos modelos tienen sus defensores y detractores. Unos creen que obligar a que convivan en el mismo espacio urbano las distintas clases, culturas y tipos es injusto e inhumano, porque las ventajas de los más favorecidos golpearán diariamente la sensibilidad y la conciencia de los menos favorecidos, obligados a comprar en las mismas tiendas y a utilizar los mismos servicios. Otros creen que las ciudades siempre han sido mestizas y en ellas han convivido, sin dificultad, los mas favorecidos por la fortuna con los menos favorecidos, los más cultos con los menos cultos, los de una religión y los de otra, y que esa diversidad enriquece la vida y la misma convivencia.
La inmigración masiva ha introducido nuevos argumentos y tensiones en el debate porque, de hecho, está creando guettos de manera espontánea: barrios latinos, chinos, musulmanes, etc.
Muchos creemos en la ciudad mezclada y mestiza, en un espacio donde podamos convivir todos, pero siempre que se establezcan condiciones y cautelas para que esa convivencia no se convierta en una tragedia diaria y en una insoportable injusticia permanente.
En primer lugar, las ciudades, además de convivencia de todos, requieren seguridad. Sin una seguridad ciudadana garantizada por las autoridades políticas, a las que estamos atiborrando de dinero con nuestros impuestos, esa convivencia que pretendemos nunca será posible.
En segundo lugar, la convivencia requiere también educación, otra de las carencias de nuestra sociedad por la que también debemos pedir cuenta a nuestros líderes políticos. Sin educación urbana, sin preparación para la convivencia, no es posible convivir en armonía.
En tercer lugar, es necesario que todas las clases que convivan en el mismo espacio tengan en común una escala de valores similar. Es importante que todos creamos en la paz, en la ética, en la ayuda mutua, en la solidaridad, en la cooperación, en el diálogo, etc.. Sin esa “cobertura” ética, la convivencia no será posible y, sin convivencia, no hay ciudad, sino jungla, algo que es peor que el guetto que todos queremos erradicar.
Así que, la primera gran conclusión que emana del debate sobre las ciudades es que el urbanismo no es una disciplina aislada, sino una actividad multifacética que implica no sólo el diseño de las ciudades, sino también otros valores y principios necesarios para la convivencia, como son el orden, el respeto, la paz, la cultura, la justicia y otros.
La historia y la prudencia nos enseñan que el diseño de la ciudad donde debemos convivir es demasiado importante para que la dejemos exclusivamente en manos de los urbanistas, del mismo modo que la política es demasiado importante para que la monopolicen los políticos. Los ciudadanos, organizados en la sociedad civil, debemos no sólo opinar e influir, sino controlar el proceso creativo, vigilando a nuestros representantes y técnicos e interviniendo siempre que sea necesario para evitar errores, abusos, corrupciones y daños irreparables.
Pero el drama en España es que la sociedad civil está postrada, casi en estado de coma, aplastada por el poder desmesurado e intervencionista de la "casta" política.
En teoría, las autoridades propician la participación cuando afirman que los Planes Generales de Ordenación Urbana (PGOUs) deben ser producto no sólo del diseño técnico, sino de un gran debate donde participen los ciudadanos, tanto individualmente como organizados en sectores, intereses, gremios, etc..
El problema radica en que esos debates suelen ser siempre falsos y que, al final, las opiniones ciudadanas y sectoriales sólo quedan reflejada en el diseño final de la ciudad cuando coinciden con los intereses de los políticos y de sus partidos, lo cual no deja de ser una aberración antidemocrática y otro reflejo dictatorial de los muchos que padece la ciudadanía española. El debate ciudadano debe ser vinculante, como corresponde en una democracia en las que el poder soberano siempre es del ciudadano.
Las ciudades armoniosas, placenteras e ideales para convivir son y serán sólo las que los ciudadanos, que son los que deben habitarlas, demanden y aprueben. Si existe un capítulo donde el poder del pueblo deba manifestarse con plenitud, ese es el urbanismo. Los políticos y sus técnicos deben asumir que lo que diseñan no son ciudades para cobrar impuestos, o para gobernar, o para someter, sino ciudades para que sean habitadas y produzcan felicidad a sus habitantes.
Por estas razones, creemos que el urbanismo democrático debe revisar sus métodos y someterse más a la auténtica voluntad de los ciudadanos que a los designios del príncipe, o del poder político, que es el que ha diseñado las ciudades desde los tiempos de los faraones, sin apenas intervención de las masas populares que deben habitarlas. En nuestros tiempos, el príncipe todopoderoso está representado por los partidos políticos y por los gobiernos, que tienden a llegar con sus poderes de representantes más allá de lo que es prudente, olvidando que captar la opinión de los administrados no es una opción sino un deber, del mismo modo que también es un deber inviolable cumplir la voluntad popular, salvo que puedan demostrar que esa voluntad expresada por los ciudadanos sea nociva o irrealizable.
Discutir sobre nuestras ciudades significa debatir sobre democracia, poder y política, porque del diseño de nuestro hábitat dependen factores tan vitales como la libertad, los derechos y los valores que conforman la convivencia.
Francisco Rubiales
Fin
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