Las crueles cárceles salvadoreñas, ideadas para los peores enemigos de la Humanidad, son las que merecen los políticos ladrones, corruptos y delincuentes que subyugan a sus semejantes y siembran el dolor y el odio en la sociedad.
Castigar a los políticos corruptos con severidad implacable no es una opción sino un deber y una terapia necesaria. Es la respuesta justa de la sociedad y la civilización a los que, desde el corazón del Estado, en lugar de servir al pueblo se dedican al causar dolor, miseria, esclavitud y muerte.
Estamos deslumbrados por el brillo del poder y eso nos impide juzgar con el rigor merecido los crímenes, abusos e iniquidades de los políticos, a los que perdonamos demasiados delitos y canalladas que merecen juicio y cárcel.
En un mundo donde la justicia parece torcida por el privilegio, es hora de replantear el castigo, no como venganza, sino como equilibrio ante el daño infligido.
Las mega-cárceles como el Centro de Confinamiento del Terrorismo (CECOT) en El Salvador, inaugurado en 2023 bajo el mandato de Nayib Bukele, representan un modelo de mano dura diseñado para erradicar el cáncer de las pandillas, con celdas colectivas para hasta 40.000 reclusos, aislamiento extremo y un régimen que prioriza la contención sobre la rehabilitación.
Estas prisiones, criticadas por organizaciones como Human Rights Watch por presuntos abusos y torturas —incluyendo golpizas, incomunicación y condiciones inhumanas—, han logrado reducir drásticamente la tasa de homicidios en el país, pasando de 103 por 100.000 habitantes en 2015 a menos de 3 en 2024, demostrando que el rigor puede restaurar el orden social.
En pocos años, gracias al rigor carcelario, El Salvador ha pasado de ser uno de los países más inseguros y criminales del planeta a uno de los tres más seguros y habitables.
De igual modo, el rigor carcelario y el castigo duro pueden reducir drásticamente la corrupción, injusticia y abuso de poder que ha infectado a la clase política de medio mundo y que está presente y causando estragos en muchos países, entre ellos Cuba, Venezuela, Nicaragua, Corea del Norte, Rusia, Irán y la misma España, un país en manos de socialistas corrompidos y de aliados saturados de odio, que pasa por ser una democracia, sin serlo.
Aunque tales instalaciones carcelarias severas están reservadas para "los peores enemigos de la Humanidad" —como los mareros que aterrorizaban barrios enteros—, ¿por qué no aplicar el mismo estándar a los corruptos en el poder, cuyos crímenes sistémicos generan un sufrimiento multiplicado por millones?
¿Quién merece más un castigo severo, el jefe de una pandilla criminal salvadoreña o el dirigente cubano Díaz Canel, causante del dolor casi infinito de millones de cubanos y responsable de desgracias, torturas, represión, humillaciones, hambre y hasta muertes?
Consideremos el impacto diferencial: un asesino callejero puede arrebatar vidas individuales, sembrando dolor en familias y comunidades locales. Pero un político corrupto y malvado, esparce injusticia y dolor en todas direcciones y con sólo desviar fondos públicos o negociando en la sombra, condena a naciones enteras a la injusticia, la pobreza crónica, la desigualdad y la erosión de la democracia.
Según estudios sobre corrupción en América Latina, este flagelo actúa como un crimen organizado transnacional que mina los pilares del Estado, aumenta la brecha entre ricos y pobres, y erosiona la confianza en las instituciones, afectando el desarrollo económico y social de manera mucho más profunda que el crimen callejero aislado.
En términos cuantitativos, la corrupción cuesta a la región alrededor del 2-3% del PIB anual, equivaliendo a miles de millones de dólares que podrían destinarse a salud, educación y seguridad, en lugar de engrosar bolsillos privados.
Esto no es mera abstracción: en El Salvador, por ejemplo, expresidentes como Elías Antonio Saca y Mauricio Funes han sido condenados por lavado de dinero y peculado, desviando cientos de millones de dólares destinados a programas sociales, lo que perpetuó ciclos de violencia y miseria que alimentaron las mismas pandillas ahora confinadas en CECOT.
En el resto de Latinoamérica, casos como el escándalo de Odebrecht en Brasil, los sobornos en México bajo el PRI o la connivencia actual con los narcotraficantes, ilustran cómo la corrupción política no solo roba recursos, sino que siembra odio al polarizar sociedades, fomentando el cinismo y la inestabilidad que a menudo derivan en crímenes callejeros.
El argumento es claro: los delincuentes de cuello blanco causan un daño estructural que supera al de los criminales comunes. Mientras un violador callejero destruye vidas individuales —un horror innegable—, un funcionario que negocia con pandillas, malversa fondos para hospitales o colabora con el narcotráfico condena a miles a muertes prematuras por falta de atención médica, o a generaciones enteras a la marginación que engendra más violencia.
En El Salvador, investigaciones revelan que incluso bajo administraciones recientes, se han documentado patrones de corrupción en contratos de emergencia durante la pandemia o en la construcción de infraestructuras, donde aliados políticos han incurrido en actos que el Departamento de Estado de EE.UU. califica como "significativos", perpetuando un ciclo de infelicidad colectiva.
Si las cárceles salvadoreñas, con su enfoque en la disuasión absoluta —sin visitas, con celdas masivas y vigilancia constante—, han probado su eficacia contra el terror pandillero, extender este rigor a los corruptos enviaría un mensaje inequívoco: el poder no es escudo para la impunidad.
Críticos argumentan que tales prisiones violan derechos humanos, con reportes de muertes en custodia y tratos degradantes que podrían constituir tortura sistemática.
Pero ante la magnitud del daño causado por la corrupción —que, según expertos, agrava la presencia del crimen organizado y perpetúa la pobreza en la región—, el debate debe girar hacia la proporcionalidad del castigo. No se trata de crueldad gratuita, sino de justicia restaurativa: aquellos que subyugan a sus semejantes desde el poder merecen enfrentar el mismo infierno que han ayudado a crear. Solo así se romperá el ciclo de dolor y odio que asola sociedades como la salvadoreña, donde la verdadera amenaza no siempre viene de las calles, sino de los despachos.
¿Alguien cree que Pedro Sánchez y sus colaboradores corrompidos y adictos al delito se atreverían a hacer lo que hacen si existiera la amenaza de entrar en una de las prisiones severas, modelo salvadoreño?
Les juro que entonces, sólo por miedo, dejarían de comportarse como chorizos indecentes y se parecerían a monjitas de clausura.
Francisco Rubiales
Estamos deslumbrados por el brillo del poder y eso nos impide juzgar con el rigor merecido los crímenes, abusos e iniquidades de los políticos, a los que perdonamos demasiados delitos y canalladas que merecen juicio y cárcel.
En un mundo donde la justicia parece torcida por el privilegio, es hora de replantear el castigo, no como venganza, sino como equilibrio ante el daño infligido.
Las mega-cárceles como el Centro de Confinamiento del Terrorismo (CECOT) en El Salvador, inaugurado en 2023 bajo el mandato de Nayib Bukele, representan un modelo de mano dura diseñado para erradicar el cáncer de las pandillas, con celdas colectivas para hasta 40.000 reclusos, aislamiento extremo y un régimen que prioriza la contención sobre la rehabilitación.
Estas prisiones, criticadas por organizaciones como Human Rights Watch por presuntos abusos y torturas —incluyendo golpizas, incomunicación y condiciones inhumanas—, han logrado reducir drásticamente la tasa de homicidios en el país, pasando de 103 por 100.000 habitantes en 2015 a menos de 3 en 2024, demostrando que el rigor puede restaurar el orden social.
En pocos años, gracias al rigor carcelario, El Salvador ha pasado de ser uno de los países más inseguros y criminales del planeta a uno de los tres más seguros y habitables.
De igual modo, el rigor carcelario y el castigo duro pueden reducir drásticamente la corrupción, injusticia y abuso de poder que ha infectado a la clase política de medio mundo y que está presente y causando estragos en muchos países, entre ellos Cuba, Venezuela, Nicaragua, Corea del Norte, Rusia, Irán y la misma España, un país en manos de socialistas corrompidos y de aliados saturados de odio, que pasa por ser una democracia, sin serlo.
Aunque tales instalaciones carcelarias severas están reservadas para "los peores enemigos de la Humanidad" —como los mareros que aterrorizaban barrios enteros—, ¿por qué no aplicar el mismo estándar a los corruptos en el poder, cuyos crímenes sistémicos generan un sufrimiento multiplicado por millones?
¿Quién merece más un castigo severo, el jefe de una pandilla criminal salvadoreña o el dirigente cubano Díaz Canel, causante del dolor casi infinito de millones de cubanos y responsable de desgracias, torturas, represión, humillaciones, hambre y hasta muertes?
Consideremos el impacto diferencial: un asesino callejero puede arrebatar vidas individuales, sembrando dolor en familias y comunidades locales. Pero un político corrupto y malvado, esparce injusticia y dolor en todas direcciones y con sólo desviar fondos públicos o negociando en la sombra, condena a naciones enteras a la injusticia, la pobreza crónica, la desigualdad y la erosión de la democracia.
Según estudios sobre corrupción en América Latina, este flagelo actúa como un crimen organizado transnacional que mina los pilares del Estado, aumenta la brecha entre ricos y pobres, y erosiona la confianza en las instituciones, afectando el desarrollo económico y social de manera mucho más profunda que el crimen callejero aislado.
En términos cuantitativos, la corrupción cuesta a la región alrededor del 2-3% del PIB anual, equivaliendo a miles de millones de dólares que podrían destinarse a salud, educación y seguridad, en lugar de engrosar bolsillos privados.
Esto no es mera abstracción: en El Salvador, por ejemplo, expresidentes como Elías Antonio Saca y Mauricio Funes han sido condenados por lavado de dinero y peculado, desviando cientos de millones de dólares destinados a programas sociales, lo que perpetuó ciclos de violencia y miseria que alimentaron las mismas pandillas ahora confinadas en CECOT.
En el resto de Latinoamérica, casos como el escándalo de Odebrecht en Brasil, los sobornos en México bajo el PRI o la connivencia actual con los narcotraficantes, ilustran cómo la corrupción política no solo roba recursos, sino que siembra odio al polarizar sociedades, fomentando el cinismo y la inestabilidad que a menudo derivan en crímenes callejeros.
El argumento es claro: los delincuentes de cuello blanco causan un daño estructural que supera al de los criminales comunes. Mientras un violador callejero destruye vidas individuales —un horror innegable—, un funcionario que negocia con pandillas, malversa fondos para hospitales o colabora con el narcotráfico condena a miles a muertes prematuras por falta de atención médica, o a generaciones enteras a la marginación que engendra más violencia.
En El Salvador, investigaciones revelan que incluso bajo administraciones recientes, se han documentado patrones de corrupción en contratos de emergencia durante la pandemia o en la construcción de infraestructuras, donde aliados políticos han incurrido en actos que el Departamento de Estado de EE.UU. califica como "significativos", perpetuando un ciclo de infelicidad colectiva.
Si las cárceles salvadoreñas, con su enfoque en la disuasión absoluta —sin visitas, con celdas masivas y vigilancia constante—, han probado su eficacia contra el terror pandillero, extender este rigor a los corruptos enviaría un mensaje inequívoco: el poder no es escudo para la impunidad.
Críticos argumentan que tales prisiones violan derechos humanos, con reportes de muertes en custodia y tratos degradantes que podrían constituir tortura sistemática.
Pero ante la magnitud del daño causado por la corrupción —que, según expertos, agrava la presencia del crimen organizado y perpetúa la pobreza en la región—, el debate debe girar hacia la proporcionalidad del castigo. No se trata de crueldad gratuita, sino de justicia restaurativa: aquellos que subyugan a sus semejantes desde el poder merecen enfrentar el mismo infierno que han ayudado a crear. Solo así se romperá el ciclo de dolor y odio que asola sociedades como la salvadoreña, donde la verdadera amenaza no siempre viene de las calles, sino de los despachos.
¿Alguien cree que Pedro Sánchez y sus colaboradores corrompidos y adictos al delito se atreverían a hacer lo que hacen si existiera la amenaza de entrar en una de las prisiones severas, modelo salvadoreño?
Les juro que entonces, sólo por miedo, dejarían de comportarse como chorizos indecentes y se parecerían a monjitas de clausura.
Francisco Rubiales