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Es lícito y justo llamar "corruptos" a todos los políticos



España es una de las democracia de menos calidad en el planeta. El hedor a corrupción lo inunda todo, pero el peor drama de la democracia española no es ese, sino la desconfianza y el rechazo de la sociedad hacia su clase política, un divorcio cada día más profundo que deslegitima e invalida la democracia, convirtiendola en un sistema pervertido y bastardo.

La situación es tan injusta y dramática que es lícito y justo generalizar y llamar "corruptos" a la clase política en pleno.
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Mariano Rajoy, en su reciente comparecencia en el programa de televisión "Salvados", cuando se sentía acosado por las acusaciones de corrupción, se empeñaba en afirmar que ciertamente hay corruptos, pero que también existe una inmensa mayoría de políticos que cumplen con su deber y no forman parte de la corrupción. Rajoy consideró injusto generalizar y calificar de corrupta a toda la clase política.

Como nosotros pensamos diferente, generalizamos y defendemos que los políticos españoles merecen ser llamados "corruptos" colectivamente, vamos a explicar nuestras razones para generalizar. Los únicos que pueden salvarse serían aquellos que han denunciado a sus compañeros y a su partido, pero esos ya no estarían en política porque habrían sido expulsados automáticamente por causa de su "honradez".

Un político no merece ser juzgado con el mismo rasero que un empresario, un médico o un profesor porque los políticos gestionan y administran bienes comunes y ellos han sido elegidos por los ciudadanos para que gobiernen, recibiendo a cambio una batería de privilegios que, lógicamente, debe ir acompañada de responsabilidades y deberes especiales. En los políticos, la obligación de cumplir la ley y de ser ejemplares es, si cabe, mayor que para un ciudadano común porque ellos nos representan y desempeñan, desde lo público, labores de gran importancia para la sociedad.

El primer fallo de las tesis de Rajoy es que los políticos, como el dice, no deben ser juzgados como el resto de la sociedad, sino con un especial rigor, como corresponde a su representatividad, privilegios y responsabilidades.

Pero el argumento más solvente que justifica generalizar y llamar "corruptos" a los políticos como colectivo es de naturaleza penal. Según la ley vigente, todo el que conoce y convive con la corrupción, sin denunciarla, se convierte en cómplice y en reo de castigo.

En el momento en que que los políticos no denuncian ante la Justicia a sus compañeros corruptos, a los que conocen y cuyas prácticas son perfectamente visibles dentro de esas "familias" que son los partidos políticos, caen en el delito de la complicidad y se convierten en cómplices y encubridores. En consecuencia, llamarlos corruptos, unos por acción y otros por encubrimiento, es lícito y justo.

No vale decir, como justificación de la brutal corrupción española, que "Los políticos no somos perfectos, como tampoco lo es la ciudadanía" porque esa afirmación conlleva una equiparación injusta entre ciudadanos comunes y políticos, que no tiene en cuenta que el ciudadano no tiene las mismas responsabilidades, representatividad, poderes, obligaciones y privilegios que la clase política.

Los políticos con poder desfilan a diario ante las cámaras y los micrófonos y se convierten en "modelos" para la sociedad. Su brillo y su liderazgo conllevan obligaciones especiales, entre otras la de ser ejemplares. Cuando en lugar de exhibir vidas y comportamientos ejemplares exhiben desde las alturas del Estado corrupción, desvergúenza y delito, causan un daño terrible a la sociedad y merecen ser castigados con dureza.

La verdadera democracia es un sistema de "desconfianza" que no se fía de los políticos ni del Estado y que es rigurosa a la hora de establecer controles, cautelas y frenos para evitar que el poder se se torne abusivo o impune, entre los que destacan la competencia entre partidos, leyes que castigan la corrupción, las elecciones libres, en las que el ciudadano premia y castiga los comportamientos políticos, la obligatoriedad de los cargos públicos de ser ejemplares, la existencia de una prensa libre, fiscalizadora de los poderosos, el derecho ciudadano a ser informado y el culto a la verdad y a la transparencia, entre otros muchos.

Es falso e indecente el criterio, muy esgrimido por los políticos españoles, de que los corruptos son un grupo que opera dentro de la política, en la que los demás están limpios. La democracia no exige eso, sino que impone leyes, normas y cautelas para que los partidos políticos y la totalidad de sus miembros sean limpios y decentes. El sistema tiene que lograr que los corruptos caigan en desgracia y sean condenados con rapidez, pero en España se les afora y se les proteje dentro de los partidos, donde se practica una vergonzosa filosofía que potencia la complicidad, la omertá y la defensa del delito.

La afirmación tan escuchada en España de que" la ropa sucia se lava dentro de casa" es profundamente antidemocrática y es la fuente de una buena parte de la corrupción vigente, como lo son también otros principios aireados por lamentables teóricos de la corrupción, como lo fue en sus tiempos aquel Alfonso Guerra que afirmaba que "El que se mueve no sale en la foto" y que "En política vale todo", principios que parecen salidos de un manual para corruptos avanzados y que colisionan con una democracia real que debe ser limpia, premiar a los que se mueven y denuncian los abusos y corrupciones y condenar a los que precisamente creen que el poder es lo único importante en política y que "todo" es lícito para conseguirlo.

La "filosofía" reinante en la política española es bochornosamente antidemocrática, como puede comprobarse con sólo dar un vistazo al panorama de la nación, donde son visibles ladrones, sinvergüenzas, corruptos y todo tipo de sospechosos sentados en los sillones de los parlamentos, partidos políticos abrumados por cientos de causas abiertas ante los tribunales y miles de militantes condenados por corrupción o bajo sospecha, casos escandalosos comprobados, en los que políticos con poder han saqueado las arcas públicas y un escandaloso estado de desconfianza y rechazo que divorcia y separa a los administrados de sus gobernantes y dirigentes, situación que deslegitima e invalida cualquier democracia existente en el mundo.

Los políticos españoles y muchos ciudadanos creen que la democracia solo es un sistema que organiza el poder y el gobierno, pero ignoran que la democracia es, por encima de todo, una fuerza moral, una filosofía de la vida que se basa en la desconfianza frente al poder y en una necesaria ejemplaridad en los comportamientos y actitudes que, si no se impone por la fuerza de la virtud, debe imponerse por la fuerza de la ley. Al desconocer la verdadera naturaleza de la democracia, eligen cada cuatro años a partidos que, por su comportamiento y fechorías acumuladas, merecerían estas proscritos y a representantes políticos mediocres y contaminados por la corrupción, el abuso y el vicio.

Francisco Rubiales

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Miércoles, 6 de Abril 2016
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