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Antidemocracia, sandeces y desatinos del gobierno español frente a la inmigración





islamistas queman bandera española
Es difícil cometer más errores que los que ha cometido el gobierno que preside José Luis Rodríguez Zapatero en un tema tan importante como el de la inmigración. Los planteamientos antidemocráticos y la lista de sandeces y desatinos son interminables e insoportables: regularización masiva que genera un efecto llamada, declaraciones irresponsables del ministro Caldera, que refuerzan en efecto llamada, desprecio a las advertencias de la Unión Europea, declaraciones contradictorias entre ministros y departamentos, incapacidad para entenderse con la oposición, generación de desasosiego y alarma en la sociedad española ante la invasión de cayucos y una sensación general de inexperiencia y torpeza por parte de un gobierno que, definitivamente, aparece ante la ciudadanía como torpe e incapaz de afrontar y resolver el desafío de la inmigración.

Pero quizás la imbecilidad mayor ha sido la idea lanzada de que debe otorgarse a los inmigrantes el derecho a votar, una idea que, además de potenciar el efecto llamada, colisiona de lleno con la legislación internacional y la jurisprudencia democrática.

La Declaración de Pensilvania de 1776, quizás el documento que con mayor fuerza y trascendencia ha defendido los derechos y libertades del ser humano a lo largo de la historia, establece el derecho a emigrar de un Estado a otro, siempre que sea para promover su felicidad. Pero ese derecho quedaba condicionado a que las tierras de destino del emigrante estuviesen desocupadas o a que sus habitantes quisiesen acogerlos.

El gobierno Zapatero, como corresponde a una democracia degradada y transformada en oligocracia de partido, ni siquiera se ha interesado en conocer si los ciudadanos españoles quieren o no quieren acoger a las masas de inmigrantes que están llegando. Zapatero, como miembro de esa izquierda radical que sólo cree en el poder del partido y del Estado, relega al ciudadano, que es el verdadero soberano en democracia, y ni le consulta ni tiene en cuenta sus opiniones y deseos.

Supongamos que los españoles aceptáramos acoger a los inmigrantes, algo que está por ver y que, probablemente, no sea cierto en la actualidad. Queda ahora determinar qué derechos hay que otorgar a esos inmigrantes. Ya se les han otorgado prácticamente los mismos que disfrutan los españoles, incluyendo la educación y la costosa sanidad gratuíta, algo que está deteriorando esos servicios básicos a pasos agigantados.

Ahora se les quiere otorgar también el derecho a votar.

Es ahí donde la aberración gubernamental puede alcanzar su máxima expresión porque el derecho al sufragio siempre ha estado vinculado a la ciudadanía. Es obvio que un gobierno que desprecia a los ciudadanos ni siquiera sabe qué es la ciudadanía. En primer lugar los ciudadanos deben ser de la misma nacionalidad. Los extranjeros no pueden serlo porque pertenecen a otras ciudades y pueblos. Tendrían que nacionalizarse españoles para gozar de la ciudadanía. Los inmigrantes, para ejercer la ciudadanía, tendrían que ser soberanos para decidir sobre los asuntos comunes de un pueblo unido por sus características, historia, cultura e intereses. Sin embargo, podrían darse excepciones, ya previstas en el artículo 13 de la Constitución, donde se ha contemplado que los extranjeros podrían votar en las municipales, pero siempre con criterios de reciprocidad. Se trata de una excepción pensada en nuestro código para latinoamericanos y, ahora, también para los miembros de la Unión Europea, pero imposible de aplicar a keniatas, senegaleses, marroquíes y mauritanos, por ejemplo.

Pero tal vez la vertiente más lacerante del problema de la inmigración sea que el gobierno, al considerar ineptos y marginados a los ciudadanos españoles, ni siquiera les explica estas cosas de las que estamos hablando, importantes para la convivencia, para el diseño de la patria en la que queremos vivir y para el futuro nuesto y de nuestros hijos. No se explican los objetivos, ni las estrategias para integrar a los inmigrantes, ni la posición del Gobierno ante el problema de las culturas adversarias a la nuestra o a religiones hostiles. No se dice que existen establecidas en España culturas y religiones claramente hostiles, que proclaman el exterminio de los infieles (españoles), la reconquista de Al Andalus (España) o la exaltación de la inmolación, en nombre de Alá, con tal de exterminar a infieles (terrorismo fanático). Nada de nada. Al parecer, creen que no tenemos derecho ni siquiera a conocer el problema.

Sin explicar desde el gobierno los criterios sobre ciudadanía y participación, es lógico pensar que lo único que pretenden es otorgarles el voto para ganar las próximas elecciones.

En democracia, el comportamiento del Ejecutivo español (sin olvidar el silencio cómplice del Legislativo y la inoperancia del poder Judicial) es, sencillamente, intolerable.

¿No es el comportamiento del Gobierno en el asunto de la inmigración la prueba más fiable y contundente para concluir que la española es una democracia degradada y degenerada en una "Partitocracia" plenamente incompatible con esa Democracia, que es la que los ciudadanos de España quieren?



Franky  
Jueves, 14 de Septiembre 2006
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